resistencia
Mujeres, americanas, sobrevivientes
En 08, Nov 2018 | Sin comentarios | En ¡Hasta la victoria, always! | Por Noe
Los plazos de esta guerra no son como los de una vida humana. Por eso, vean que la memoria se mantenga encendida y custodiada.
(Liliana Bodoc, “Los días del venado”)
Me parece que esto ya lo dije antes, pero como dice mi psicóloga, lo que no se elabora se repite, así que va de nuevo: soy hija de setentistas. Eso significa que muchos de mis amigos y amigas son huérfanos, que otros siendo muy chiquitos tuvieron que ir a celebrar el día de la madre a alguna cárcel y que otros, como yo, tuvimos que conocer otros países y usar pasaporte antes de haber dejado los pañales.
La cosa es que crecí en un país europeo. En España, para ser más exacta. Y en la escuela primaria me enseñaron que Colón descubrió America. Que la reina Isabel confió en este navegante genovés y le dio tres carabelas, la Pinta, la Niña y la Santa María. Y que Américo Vespucio gritó “¡Tierra!, ¡tierra!” Y en su honor le pusieron América a un continente.
Siempre me hizo un poco de ruido esa historia de Colón descubriendo las Indias y ocupando pacíficamente un territorio para fundar un crisol de razas. Aunque lo que me daba verdadero terror era pensar que hay padres capaces de ponerle “Américo” a su hijo. Se ve que en el secundario cambió el plan de estudios o la bibliografía o qué sé yo, y a ahí ya la historia no era tan divertida. Parece que mataron bocha de indios estos conquistadores y que tan buenitos no eran. Recuerdo a una profe de historia de segundo año enumerando los pueblos masacrados y mirándome de reojo con incomodidad. O tal vez con culpa.
Lo loco es que cuando en julio de ese año mi mamá y yo volvimos a Argentina y me tocó terminar la escuela en este país, un país americano, un país colonizado, un país víctima de varios genocidios; en la clase de Historia me seguían contando que Colón y las tres carabelas y el encuentro de culturas y el crisol de razas. Cada vez entendía menos. Después me salieron con eso de la Conquista del desierto y dije: acá está la papa, con esto mataron a los indios que quedaban y los que quedan acá son todos europeos.
Y en eso resulta que nos vamos a vivir a una avenida que adivinen cómo se llamaba: Colón. Todo encajaba con mi teoría. Si quedaran habitantes originarios en esta ciudad, a nadie se le hubiera ocurrido llamar Colón a una avenida. Cerca de casa estaba el Instituto de Culturas Aborígenes “¿Qué se estudia acá?”, pregunté. “Varias cosas, lengua quechua, mapuche, guaraní…”. Casi me explota la cabeza. Salí a la Colón gritando: “¡Pues coño!, ¿quién enseña quechua si están todos muertos?” Y justo pasa una señora de barrio La toma y me dice:
“No mija, no estamos todos muertos. Yo soy comechingona”
“¿¿¿¡¡¡¡Viva!!!!???”
Ahí me avivé que quizás no éramos todos tan europeos en mi familia y me puse a interrogar a los abuelos que me quedaban vivos en busca de algún antepasado comechingón y resulta que los que vinieron e de Europa se acuerdan hasta del nombre del barco en que vinieron, del dialecto de Sicilia y de la mar en coche. Sin embargo la ascendencia de mi abuelo criollo se pierde en la nebulosa y aunque sospecho que por ese lado debo tener algún gen americano, no hay ninguna certeza.
Perdida estaba yo en esto de encontrar una identidad americana y en eso se me ocurre viajar a Bolivia. Andaba a mil con los preparativos del viaje y me encuentro con la Ire, una mujer hermosamente sorora que me dice: “¿Leíste a Rodolfo Kush?” “No, le digo, ¿qué es eso?” “No podés viajar a Bolivia sin esto” Y me mete en el bolso un ejemplar de “América profunda” impreso en papel finito, como de biblia. “Es mi biblia”, me dijo, y desapareció como quien sabe que acaba de protagonizar un hecho importante. Así son las acuarianas.
No sé si entendí todo, no soy buena para la filosofía, pero sé que ese viaje no hubiera sido lo mismo sin esa lectura y viceversa. Asomarme a la filosofía americana me permitió correrme de la perspectiva del turista blanco que se queja porque el bondi que va a Coroico se queda varado una hora al borde de un precipicio. Me ayudó a encontrar en esa vulgar anécdota de vacaciones algunas enseñanzas que intento no olvidar: que estamos indefensos ante la naturaleza, que no podemos controlar todo, que a veces la actitud más sabia es dejarse estar y que el tiempo decida. También me permitió comprender a esa chola que me miraba con desprecio porque me veía tan blanquita, y al guía de Tiahuanaco que por nada del mundo se iba dejar sacar una foto y que te hablaba con orgullo de su lengua aymará, que ahora es obligatoria en las escuelas, pero que sus padres tuvieron que hablar a escondidas para no ser castigados.
Se me sigue atando bastante la rama cuando pienso en la tierra y los pueblos originarios, a veces pienso que no tengo por qué hablar de nada de esto si no pertenezco a uno de esos pueblos, pero escuché a un profe del Instituto de Culturas Aborígenes decir que no hace falta ser comechingón o aymará para defender y apoyar las luchas por la tierra: sólo hay que ser consciente de que todas y todos venimos de la tierra y nos nutrimos de ella. O sea, menos buscar el ancestro comechingón y más empatía y pensamiento comunitario.
También pienso que como mujeres, como americanas y como ciudadanas de un país que atravesó la experiencia del terrorismo de Estado pertenecemos a una comunidad que ha sido y es triplemente violentada. Que somos sobrevivientes de tres genocidios. Que estamos en lucha por nuestra libertad y nuestros derechos y esa lucha nos hermana con las comunidades originarias en su reclamo por algo tan básico como la tierra que habitan hace siglos, con las Madres y Abuelas de Plaza de mayo, con Milagro Sala, con las vecinas y vecinos de Juárez Celman injustamente desalojados, con la familia de Santiago Maldonado, que no era mapuche pero era ser humano y pudo comprender esa hermandad. Que cada lucha nace de una lucha anterior y es la memoria la que nos permite darle sentido al tiempo que vivimos y a la tierra que pisamos.
¡Hasta la victoria, always!
Florencia Ordóñez nació en Córdoba el 8 de marzo de 1977. Es licenciada en cursillos de nivelación y posee un doctorado en abandono de carreras universitarias. Escribe, publica libros propios y ajenos desde el sello Malasaña Ediciones, hace stand up, coordina talleres de escritura; ha incursionado en la actuación y el teatro de títeres. También se ha desempeñado en varios trabajos decentes de los que fue oportunamente despedida. Políticamente se define como feminista silvestre y anarco-peronista.
Sayi Paris Cavagnaro, nació en Mendoza en 1988, pero comenzo a crecer en Traslasierra, en un lugarcito llamado El Huaico, y de ahí siente que es. Estudió Artes Plásticas en la UNC y dibuja y baila y hace visuales acompañando músicas y cuerpas..
Hoy sigue creciendo, entre viajes y esta Córdoba que nos une, entre estxs hermanxs con lxs que crea, entre esta fuerza feminista que nos obliga a revisarnos y deconstruirnos, entre estas líneas que no paran de brotar..
Inst: @sayiyisa
Facebook: Sayi Ilustraciones y otras hierbas
Qué culpa tiene la Barbie
En 20, Ene 2018 | 4 Comentarios | En ¡Hasta la victoria, always! | Por Noe
¿Qué culpa tiene el tomate
que está tranquilo en la mata?
Y viene un capitalista
y lo mete en una lata
y lo manda pa’ Caracas.
Hoy estoy autobiográfica y nostálgica. Así que voy a hablar de mi infancia. Mis padres son militantes de los setenta. Si tienen cerca de cuarenta años y padres de similares características, sabrán de qué les estoy hablando. Y si no, aprovechen y vean la película “La culpa es de Fidel”, de Sophie Gavras. En casa no se tomaba coca cola porque es la bebida del imperio, no se miraba televisión porque es la caja tonta que te incita al consumismo, no se caprichoseaba por un caramelo porque en el mundo hay problemas mucho más importantes, y si teníamos “demasiados” juguetes había que regalárselos a los vecinitos de abajo, porque hay que aprender a socializar y compartir. Mis padres eran taaaaaan políticamente correctos que se separaron y siguieron trabajando juntos y llevándose bien y saludándose en los cumpleaños, porque antes que nada eran compañeros. Vomitivo. Desde chiquita aprendí a coleccionar pines y stickers de las más variadas causas: por la autodeterminación del pueblo vasco, contra la energía nuclear, a favor del derecho al aborto…
Cumplidos los nueve años, inicié mi proceso de emancipación y resistencia. Elaboré pacientemente mi discurso, me procuré aliados y, previas instancias de agitación y propaganda, convoqué a una reunión urgente al compañero papá y la compañera mamá para enrostrarles mi demanda: QUIERO UNA BARBIE. YA.
Después de discutirlo en asamblea parental, el compañero papá y la compañera mamá me convocaron a otra reunión. Me dijeron que entendían mi reclamo, que el derecho a los juguetes es indiscutible, pero que de ninguna manera iban a regalarme una muñeca fabricada por una multinacional yanqui, de aspecto y proporciones irreales y estereotipadas y que además salía un ojo de la cara. Como contrapropuesta, me ofrecieron la Darling. Una muñeca de características similares a la Barbie, pero fabricada en China y de un precio mucho más accesible. Evalué la propuesta: lo del precio era un argumento contundente, porque mis padres eran artistas y exiliados. O sea, éramos casi pobres. Y después de todo, la Darling no estaba tan mal.
En la juguetería, la vendedora nos mostró las opciones disponibles. La Darling venía en distintas versiones: había una africana, de piel oscura y negro pelo rizado; una oriental, de cabello hiper lacio y ojos rasgados; otra de aspecto latinoamericano, de cutis trigueño y con muchas flores en el pelo…La compañera mamá, por supuesto, trató de influenciarme.
-¿Te gusta la mexicana? ¡Es divina, mirá esas flores…!
Ya había cedido una vez. No lo iba a hacer de nuevo. La miré desafiante.
-Quiero la rubia.
-¿Estás segura…?
La sonrisa de mamá se iba transformando en una mueca de decepción.
-La rubia. La del vestido de lentejuelas.
Esa fue mi primera victoria en la lucha contra el mundo adulto. Me divertí un tiempo haciendo desfilar a mi flamante muñeca, cosiéndole vestiditos, probando nuevos peinados en ese cabello rubio nórdico. Un día me harté de tanto glamour, le rapé media cabeza y el cabello restante se lo pinté de verde con un fibrón. También le dibujé algunos tatuajes. Luego quise tener un perrito y eso desembocó en un nuevo período de asambleas porque vivimos en un departamento y es un ser vivo y no un juguete y la responsabilidad y la mar en coche. Fui una hábil negociadora y Nabucco llegó a nuestras vidas un día de invierno. Ese animalito fue mi mejor amigo en tiempos de mudanzas y cambios constantes de escuela y bullying aunque en esa época no le decían así, y otras ingratas experiencias de la vida de una niña en el exilio. También supo ganarse el cariño del compañero papá y la compañera mamá. Un día encontré a mi Darling rubia casi descuartizada entre los dientes de Nabucco. El perrito era feliz con ese juguete y a mí no me importó. Después de todo, ahora tenía un perro y por fin algunas amigas en la escuela nueva y muchos libros y ya no me divertía tanto jugar con la Darling.
Como todo cuento setentista, este viene con bajada de línea incluida: amiga feminista, lo que le quema la cabeza a las niñas es la desigualdad, la pobreza, la falta de oportunidades, el maltrato, el hambre, no una muñeca. Lo que nos daña a todas y a todos, lo que no nos deja crecer en libertad, se llama capitalismo y patriarcado. Por eso, amiga feminista, si tu hija te pide una muñeca rubia o un disfraz de princesa, dejate de tantas asambleas y dale el gusto. Eso sí, procurá que vea como todos los días tratás de hacer de este mundo un lugar un poco más igualitario y justo. Y confiá en que ese ejemplo es más poderoso que todas las Barbies del mundo.
¡Hasta la victoria, always!
Florencia Ordóñez nació en Córdoba el 8 de marzo de 1977. Es licenciada en cursillos de nivelación y posee un doctorado en abandono de carreras universitarias. Escribe, publica libros propios y ajenos desde el sello Malasaña Ediciones, hace stand up, coordina talleres de escritura; ha incursionado en la actuación y el teatro de títeres. También se ha desempeñado en varios trabajos decentes de los que fue oportunamente despedida. Políticamente se define como feminista silvestre y anarco-peronista.
Ilustración: Etnomonte
Acerca de Cecilia María
Cecilia significa ‘pequeña ciega’…
Cecilia María: pequeña mujer ciega que se dedica a construir imágenes.
Sin autorretrato ni biografía. Máquina sensible. Dibujante.
Podría ser un pavo real, un colibrí… o una chuñita.
La Telesita estacionada en una casa de colores.
Olvidada, para vivir recuerda, sin pausa ni prisa. Aprendiz.
Encomendada al Sol. Hija de la Luna. Manos planetarias al servicio del monte.